Empieza a ser irritante el tono de superioridad moral con
que muchos de los fieles de cualquier confesión o credo y las jerarquías
religiosas que los propagan han dado en mirar a quienes adoptan ante la
convivencia civil y la enseñanza, una postura agnóstica y laica. Ahora insisten
en ello las autoridades católicas, con Joseph Ratzinger a la cabeza y los
obispos españoles haciendo de coros repetitivos de sus manidas orientaciones
morales. Igual que los de cualquier antigualla religiosa, vuelven los católicos
a la cantinela de que la familiaridad con la ética y las exigencias de la moral
son una prerrogativa de los creyentes de la que probablemente carecen aquellos
que no comulgan con fe religiosa alguna. Resulta asombroso contemplar cómo se
ignora la evidencia de que una parte no menor de los grandes desastres morales
de que hemos sido testigos durante años y años se ha producido en nombre de
creencias religiosas o ha sido provocado y alentado por quienes decían obedecer
tales convicciones. Y no menos sorprendente es admirar (porque es, en efecto
algo tan paradójico que es casi admirable) la facilidad con la que esos credos
se armonizan con prácticas políticas y económicas de las que sabemos con toda
certeza que (esas si) son la causa de la pobreza, el dolor y el sufrimiento de
millones de seres humanos, es decir, de la gran inmoralidad contemporánea.
La complicidad de tantos
prelados y fieles con la apoteosis del libre mercado, las dictaduras más
inmundas o los nacionalismos más excluyentes son ejemplos bochornosos de esa
paradoja. Y sin embargo los únicos que parecen responsables, los únicos a
quienes se reputa de inmorales, son los que han renunciado a guiar su vida o su
conciencia civil por creencias de esa naturaleza. Ante tal argumento perverso
me propongo reivindicar la superioridad moral del laico sobre el creyente.
Con esta nueva monserga
integrista se nos quiere escamotear de nuevo más de dos siglos de pensamiento.
Por poner un nombre: en 1793 empezaba Kant su prólogo a la primera edición de
“La religión dentro de los límites de la mera razón” con una afirmación que,
digan lo que digan, es ya incontrovertible: “La moral no necesita de la idea de
otro ser por encima del hombre para conocer el deber propio ni de otro motivo
impulsor que la ley misma para observarlo”. Para decirlo claro: La moral no
necesita de la religión. Se basta a sí misma, sin esa clase de andaderas,
porque tiene un sustento suficiente en la racionalidad humana. Este elemental
punto de partida sirve para definir lo que puede ser la moral de un laico
frente a esa otra moral necesariamente débil y vicaria que es la moral del
creyente.
Lo que triunfa con el
impulso ético ilustrado, la tolerancia religiosa, y la separación Iglesia-
Estado, es la idea de la esencial igualdad moral de los seres humanos al margen
de sus convicciones religiosas; la idea de que no es la religión lo que
confiere su calidad moral a las personas, sino una condición anterior que no es
moralmente lícito ignorar en nombre de religión alguna y que no debe ceder ante
consideraciones de carácter religioso. Esa igualdad constituye el núcleo de la
ética contemporánea, y con ella, también, de toda política justa, porque exige
del poder que no haga distinciones en la estatura moral de sus ciudadanos.
Y esa idea de dignidad
humana que sustenta todo edificio de la moralidad laica se funde con la noción
de autonomía de la persona como capacidad de conformar en libertad y a partir
de sí las convicciones morales y los principios que han de presidir el proyecto
personal de su vida. A esto, algún documento episcopal reciente lo ha llamado
“deseo ilusorio y blasfemo” de dirigir la vida propia y la vida social, mostrando
así, de nuevo, que aunque se condimenten ahora con la salsa fría del libre
mercado, ser católico y ser liberal siguen siendo dos menús incompatibles.
Pues bien, esa dignidad
de ser moralmente autónomo se le confiere a toda persona en condiciones de
plena igualdad, de forma que si es una blasfemia, es la blasfemia que sustenta
todo ese pensamiento ético, y se expresa en ciertas exigencias morales que el
pensamiento religioso, de cualquier clase que sea, dista de haber asimilado
bien. La religión y su sedimento moral han ido siempre detrás de esas
conquistas éticas, y, generalmente, en contra de ellas. Incluso la idea de
derechos humanos, corolario directo de ellas, fue negada y perseguida
sañudamente por la jerarquía católica hasta bien entrado el siglo 20. Nuestros
obispos saben que pueden presentarse abundantes textos papales que tratan a
tales derechos de errores morales absolutos. Por no mencionar algo que pervive
aun en casi toda moral religiosa: la posición de la mujer en un plano
subalterno que le niega el acceso a la jerarquía y la gestión del misterio.
Los obispos españoles
solo siguen la estela de ciertos lugares comunes muy cultivados por Joseph
Ratzinger, al que no puedo llamar pontífice, o hacedor de puentes, porque, como
su antecesor, parece más bien empeñado en destruir los pocos o débiles que
penosamente se habían ido levantando. En su doctrina moral exhibe una terca
insistencia en las perversiones del “relativismo” como causa próxima de todos
los males contemporáneos. Y a veces equipara subliminalmente laicismo y
relativismo, deslizando con ello la idea de que una cosa lleva necesariamente a
la otra. Pero esto es sencillamente falso.
La moral de los laicos
puede ser tan firme como cualquiera y tiende, además, a ser menos acomodaticia
que la moral del creyente. La ética religiosa que depende de los designios de
la divinidad (o de sus intérpretes terrenales, que suelen ser más antojadizos)
tiene problemas de relativismo que conocemos desde platón, al menos.
¿Lo bueno es querido por
los dioses porque es bueno? ¿O es bueno porque es querido por los dioses?.
Si es lo primero,
habremos de pensar como laicos ya que la voluntad de los dioses no muestra por
qué es bueno.
Si es lo segundo…. La
moral religiosa queda condenada al relativismo. Las cosas serán o no buenas,
según se les antoje a los dioses. La moralidad será, pues, relativa a los
dioses. O, como sucede de hecho, a las cambiantes voces de sus representantes
en la tierra.
Solo desde el laicismo
es posible alzar la voz a los mismos dioses para reivindicar lo justo.
Por otra parte, las
viejas religiones apelan tercamente a la tradición para sostener la vigencia de
sus ideas morales y justificar la protección pública. Pero cada tradición
justifica una moralidad diferente y, siendo consecuentes, todas ellas deberían
ser válidas como tales. ¿No es esto una verdadera ética relativista?.
Por último, mencionar
algo que no podemos olvidar (y menos en España). Con desdichada frecuencia, los
creyentes se han aliado y se alían con ideales nacionalistas y patrioteros o,
como en oriente próximo, se obcecan con la quimera de un territorio sagrado
como receptáculo de su vida moral como pueblo. La cantidad de maldad y de
sangre que han producido esas apuestas morales relativistas sustentadas en tradiciones
y credos nacionales no necesita ser recordada entre nosotros. Frente a ellas es
preciso afirmar la igual dignidad moral de todos los seres humanos, la
perentoriedad del respeto a sus derechos básicos y la universalidad de sus
exigencias ante cualquier ética casera. O, lo que es lo mismo, es preciso
vindicar nuevamente la calidad moral del pensamiento laico.