Desear paz y
alcanzarla es de los propósitos más nobles y los logros más gratificantes que
existen. Me resulta curioso que, para llegar a ello, se hace imprescindible la
batalla, la inestabilidad, lo incierto e incluso el peligro. La amenaza del cambio,
incluso nos impide sentir en toda su plenitud ese deseo de calma. Cuando eso
ocurre quedas envuelto en la confusión, como si se tratara de una especie de
“Alzheimer” que forma parte de ti y del que no puedes salir. Es como una bruma que
hace que, por ende, te sientas “abrumado”.
Vivimos tiempos de
inmediatez, de exceso de información, de grandes titulares, de rapidez de
acciones, de pensamientos y de toma de decisiones. Pecamos, frecuentemente, de precipitación.
Nuestro cerebro, sin embargo, necesita de sus tiempos. Nuestra biología no
puede cambiar tan rápidamente así que necesitamos más tiempo del que disponemos
para obtener, asimilar y procesar información, para formarnos opiniones, ideas
y juicios acerca de todo nuestro mundo y todas nuestras personas. Es normal que
se cometan errores, es lógico sentir esa presión que, finalmente, nos hace
desear paz, calma, tranquilidad, sosiego. No admiro a estas personas que se
retiran para siempre a lugares donde se vive a mucha menor velocidad y donde se
manejan menos variables. Uno no solo es complejo, sino que, además, me
vanaglorio de serlo. En mi caso, necesito ciertos niveles de estrés para
sentirme bien. Sin embargo, la común desconexión con la naturaleza nos empuja,
al menos, en determinadas épocas del año, a la búsqueda de esa calma de
espíritu. Es como que llega un momento en que necesitas mirar al cielo para
contemplar las estrellas y darte cuenta de lo insignificantes que somos en el
contexto del universo que, a su vez, se mueve manejando tiempos muy diferentes
a los nuestros, o contemplar la línea del horizonte medio fundida con el mar
para hacer que reparemos en los distintos tonos de azules que pueden existir, o
fijarnos en cómo el sol se difumina por efecto de la atmósfera y nos ofrece
tonos que van desde el amarillo hasta el rojo, o recrearnos en la fortaleza de
la naturaleza que es capaz de crear vida en las condiciones más variadas y
cubrir de verde incluso las piedras, o asomarnos a un acantilado o un mirador y
dejarnos acariciar por el viento.
Llega un momento en
que necesitamos levantar el pie del acelerador y emplear el tiempo y nuestros
sentidos en conversaciones sin prisas, en juegos sin pretensiones, en risas sin
sentido o en escritos sobre la paz. Recrearnos en la soledad buscada con la
única compañía de la música, de un libro o de la simple observación, desde “la
barrera” de la terraza de un bar, del comportamiento humano.
La paz implica que
casi todo puede esperar, que una sonrisa lo repara prácticamente todo, que dos
no pelean si uno no quiere, que si te sientes atacado aquí, te vas para allá,
que no tienes que entenderlo todo, que importa lo que importa y lo demás
importa menos. La paz supone que debes permitir que los demás piensen lo que
quieran y como quieran, aunque no te guste, ni te parezca lógico, ni lo
consideres justo. Supone aceptar que las personas somos muy distintas y,
además, cambiantes. La paz significa tratar de empatizar con los demás y en
caso de que ello suponga renunciar a la paz, alejarse de aquello que la altera.
La paz es sagrada, y más en estos tiempos. Se obtiene alimentando, mimando y
amando nuestra mente, nuestra esencia, teniendo claro quiénes somos y quiénes
queremos ser, demostrándolo a diario con nuestras actitudes y con nuestras
acciones. Para estar en paz se hace necesario que seamos “auténticos”, es
decir, que exista una coherencia entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que
hacemos.
Fdo. Diego Bueno