Los que andamos ya rondando los 60 años, entre otras características propias de la edad, entramos en una etapa de nuestras vidas en que nuestras energías son cada vez más limitadas. Nos lo pensamos antes de iniciar una actividad. Ralentizamos nuestros movimientos, a veces de forma inconsciente y otras veces por pura eficiencia energética, optimizamos nuestro tiempo de vigilia así como el uso de nuestros sentidos que, para más inri, comienzan a flaquear. Buscamos entornos seguros y actividades que nos son familiares, más si cabe si las hemos estado practicando durante años y años ya que de esa forma podemos gestionar mejor el tiempo. LLegamos al punto de, si no lo hemos sabido hacer antes, desprendernos de ese tipo de personas que nos restan energía. Nos apartamos de la toxicidad, nos volvemos intolerantes ante quienes nos roban nuestra paz y tratamos de evitar los entornos que nos sobreexcitan. Empezamos a valorar más los silencios ensordecedores que los ruidos sepulcrales. Cuando estamos en esta etapa ya hemos vivido prácticamente todas las situaciones posibles. Situaciones y circunstancias personales que nos han ido enriqueciendo como persona. Ahora se trata de disfrutar de esa riqueza acumulada y de hacerlo junto a quienes nos importan y a quienes importamos. Nos volvemos implacables, intolerantes e incluso desagradables ante quienes nos roban nuestro tiempo, nuestra paz o nuestra energía porque a estas edades se cotiza con el valor más alto tanto el uno como las otras. Quienes poseen caracteres más fríos lo hacen con cierta facilidad pero quienes nos movemos por sentimientos y somos algo más intensos necesitamos un mayor tiempo de adaptación. Hay que entender que estamos en proceso de asunción de un físico que ya flaquea. Asimismo debemos asumir que ya no podemos responder con la misma vitalidad que antes, que nuestras costumbres y nuestras actividades ya se ven más limitadas. Todo ese proceso (como todos los procesos humanos) no es uniforme. Está cargado de altibajos y vaivenes que, a veces, llegan a desestabilizarnos. Una de las consecuencias suelen ser las heridas colaterales que todo ese proceso provoca, pero estamos obligados a ser más directos. Nos volvemos más antisociales, más implacables. Nos importa menos el qué dirán y aunque seguimos siendo fieles cumplidores de las normas sociales, no las seguimos por dar una imagen pública que nos sirva para engordar nuestro ego o para tapar nuestras carencias, sino más bien por una cuestión de necesidad para la convivencia en comunidad. No sé cuánto dura ese proceso pero sí se que estoy inmerso de lleno en él. Yo pongo empeño en no molestar a nadie y tal como he hecho siempre, trato de ser amable, educado, divertido y cariñoso. Sin embargo, si alguien trata de alterar mi paz, es muy probable que me muestre de forma poco contemplativa. Ya sabemos que los humanos, ante el miedo, respondemos con la huida o la pelea. El miedo que, a estas edades, nos provoca la alteración de nuestra paz, nos hará alejarnos o sacar nuestras uñas dispuestos a la confrontación.
Fdo Diego Bueno.