jueves, 11 de febrero de 2010

 

        Y aunque digo “personas” no puedo ocultar que me estoy refiriendo, en un altísimo porcentaje, a mujeres.

         Lo siento pero vengo observando, desde siempre, que esto es algo vinculado al sexo femenino.

         Tanto la queja (con su carga de cabreo implícita) como el lamento (más tristeza que cabreo) han formado parte de la existencia de infinidad de mujeres (empezando por mi propia madre) y eso me hace pensar que debe haber algún tipo de influencia hormonal en el asunto. Sin embargo no se puede pasar por alto la parte de responsabilidad que nos corresponde ni la influencia cultural-educacional.

        A menudo quizá nos descubrimos quejándonos de pequeños rechazos, de faltas de consideración o de descuidos de los demás. Observamos en nuestro interior ese murmullo, ese gemido, ese lamento que crece y crece aunque no lo queramos. Y vemos que cuanto más nos refugiamos en él, peor nos sentimos. Cuanto más lo analizamos, más razones aparecen para seguir quejándonos. Cuanto más profundamente entramos en esas razones, más complicadas se vuelven.

        Entramos en una especie de espiral de la queja.

        Es la queja de un corazón que siente que nunca recibe lo que le corresponde. Una queja expresada de mil maneras, pero que siempre termina creando un fondo de amargura y de decepción.

        Hay un enorme y oscuro poder en esa vehemente queja interior. Cada vez que una persona se deja seducir por esas ideas, se enreda un poco más en una espiral de rechazo interminable. La condena a otros, y la condena a uno mismo, crecen más y más. Se adentra en el laberinto de su propio descontento, hasta que al final puede sentirse la persona más incomprendida, rechazada y despreciada del mundo.

        Además, quejarse es muchas veces contraproducente. Cuando nos lamentamos de algo con la esperanza de inspirar pena y así recibir una satisfacción, el resultado es con frecuencia lo contrario de lo que intentamos conseguir. La queja habitual conduce a más rechazo, pues es agotador convivir con alguien que tiende al victimismo, o que en todo ve desaires o menosprecios, o que espera de los demás (o de la vida en general) lo que no se puede exigir. La raíz de esa frustración está, no pocas veces, en que esa persona se ve autodefraudada, y es difícil dar respuesta a sus quejas porque en el fondo a quien rechaza es a sí misma.

         Quizás el miedo provocado por seguir roles desfasados hace que esa persona quede bloqueada, por una parte, para actuar y cambiar aquello que no le gusta de su vida y por otra, ese miedo no le deja ver, apreciar y valorar todo lo bueno que posee.

        Una vez que la queja se hace fuerte en alguien (en su interior, o en su actitud exterior), esa persona pierde la espontaneidad hasta el punto de que la alegría que observa en otros tiende a evocar en ella un sentimiento de tristeza, e incluso de rencor. Ante la alegría de los demás, enseguida empieza a sospechar. Alegría y resentimiento no pueden coexistir. Cuando hay resentimiento, la alegría, en vez de invitar a la alegría, origina un mayor rechazo.

        Esa actitud de queja es aún más grave cuando va asociada a una referencia constante a la propia virtud, al supuesto propio buen hacer: “Yo hago esto, y lo otro, y estoy aquí trabajando, preocupándome de aquello, intentando eso otro... y en cambio él, o ella, mientras, se despreocupan, hacen el vago, van a lo suyo, son así o asá...”.

        Son quejas y susceptibilidades que parecen estar misteriosamente ligadas a elogiables actitudes en uno mismo. Todo un estilo patológico de pensamiento que desespera enormemente a quien lo sufre. Justo en el momento en que quiere hablar o actuar desde la actitud más altruista y más digna, se encuentra atrapada por sentimientos de ira o de rencor. Cuanto más desinteresado, entregado, trabajador, responsable, cumplidor pretende ser, más se obsesiona en que se valore lo que hace. Cuanto más se esmera en hacer todo lo posible, más se pregunta por qué los demás no hacen lo mismo que él/ella. Cuanto más generosa quiere mostrarse, más envidia siente por quienes se abandonan en el egoísmo. Típico comentario de… “esta sí que vive bien por esto o aquello”

        Cuando se cae en esa espiral de crítica y de reproche, todo pierde su espontaneidad. El resentimiento bloquea la percepción, manifiesta envidia, se indigna constantemente porque no se le da lo que, según él o ella, merece. Todo se convierte en sospechoso, calculado, lleno de segundas intenciones. El más mínimo movimiento reclama un contramovimiento. El más mínimo comentario debe ser analizado, el gesto más insignificante debe ser evaluado. La vida se convierte en una estrategia de agravios y reivindicaciones. En el fondo de todo aparece constantemente un yo resentido y quejoso.

        ¿Cuál es la solución a esto? Quizá lo mejor sea esforzarse en dar más entrada en uno mismo a la confianza y a la gratitud. Sabemos que gratitud y resentimiento no pueden coexistir. La disciplina de la gratitud es un esfuerzo explícito por recibir con alegría y serenidad lo que nos sucede. La gratitud implica una elección constante. Puedo elegir ser agradecido aunque mis emociones y sentimientos primarios estén impregnados de dolor. Es sorprendente la cantidad de veces en que podemos optar por la gratitud en vez de por la queja. Hay un dicho que dice: “Quien no es agradecido en lo poco, tampoco lo será en lo mucho”. Los pequeños actos de gratitud le hacen a uno agradecido. Sobre todo porque, poco a poco, nos hacen a uno ver que, si miramos las cosas con perspectiva, al final nos damos cuenta de que todo resulta ser para bien.

        Lo malo no era tan malo y lo bueno es lo que rescatamos para convertir en sana nostalgia lo que podría haber sido amargo recuerdo.

        Señores! Y sobre todo Señoras!!. Vamos a quejarnos menos, coño!. Vamos a intentar cambiar lo que no nos gusta. Con coraje pero sin cabreos ni obsesiones. Con valentía y coherencia. Sin caprichos cambiantes y siguiendo una línea previamente trazada. Con optimismo y positividad. Y sobre todo con agradecimiento.

        Señores! Y sobre todo Señoras!!. Es signo de poca inteligencia no aceptar, no apreciar, no valorar lo bueno que hay a nuestro alrededor. Es un vano esfuerzo que, además, no es gratis. Estúpida pérdida de tiempo intentar barrer el desierto aun a riesgo de morir de insolación o sed.

Fdo. Diego Bueno

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