Me confieso un enamorado de la palabra, tanto la escrita
como la hablada.
La naturaleza ha dotado a cada ser
vivo de distintas formas para comunicarse, en definitiva, de lanzar señales que
han de ser recibidas por un receptor y que en función de la complejidad de los
mensajes sea posible hacer de la comunicación una experiencia más o menos
compleja y completa. El lenguaje hablado y escrito, por tanto, nos humaniza,
nos hace únicos, especiales y libres porque facilita la expresión de todo
aquello que, como personas, somos capaces de sentir.
Pienso que vivimos una época marcada por la inmediatez. Se
busca de forma despiadada la economía del lenguaje hasta límites que, a mi modo
de ver, restan complejidad a las comunicaciones. Leemos solo los titulares,
usamos emoticonos como forma de descripción de emociones y sentimientos o
usamos redes sociales como Twitter, que permite únicamente 280 caracteres como
máximo en cada mensaje. Nuestro cerebro es complejo y, por lo tanto, limitar
nuestra capacidad de expresión, limita a su vez nuestra capacidad cerebral.
Toda belleza lo es más si es descrita. Hay belleza en la
propia descripción. Hasta el amor es más completo cuando no solo es sentido,
sino que además es comunicado e interpretado mediante la palabra.
El afamado psicólogo, Luis Rojas Marcos, dijo que “somos lo
que hablamos”, y, por ende, lo que no hablamos.
Cuando observamos a personas que tienen poca capacidad para
expresar, mediante la palabra, deseos, sentimientos, ideas o emociones, nos
damos cuenta de que esas carencias tienen efectos tanto en su personalidad como
en su capacidad y, por tanto, se limitan las relaciones con los demás. Asimismo,
un emisor con la suficiente riqueza lingüística y capacidad para convertir en
palabras lo que pasa por su cabeza, necesita de un receptor que sea capaz de
interpretar todo lo que expresa ya que de lo contrario no solo redundará en
detrimento de la comunicación, sino que el hecho de no entender o no sentirse
entendido puede causar una enorme carga de frustración en ambos.
Considero que, tanto nuestro sistema educativo como las
propias familias deberían insistir aún más en fomentar la comprensión lectora
como forma de contrapeso ante las aplicaciones de mensajería instantánea. Para
ello, se hace imprescindible poseer riqueza de vocabulario y expresiones y tal
riqueza solo es posible adquirirla gracias a tres factores:
·
La lectura
·
El diálogo con personas que poseen mayor riqueza
·
La curiosidad, como base consciente de que: “Ganar
en vocabulario es ganar en libertad”.
Es cierto ese refrán que dice que “Una imagen vale más que
mil palabras”, pero lo que no se dice es que con las mil palabras puedes
construir infinidad de imágenes.
Otra frase hecha que me resulta, cuanto menos curiosa, es
esta que dicen muchas personas: “Menos decir y más hacer”. Como si fuera
incompatible decir y hacer. Como si fuera obligatorio elegir entre decir y
hacer. Como si el hecho de hablar no fuera ya, en sí, una acción.
A mi entender, frases como estas no son más que, entre otras
disquisiciones, una forma de esconder carencias lingüísticas, del mismo modo
que las personas embargadas por una gran emoción dicen eso de “Esto no se puede
describir con palabras. Hay que sentirlo/vivirlo” (Como si describirlo con
palabras restara emoción a lo sentido) en vez de decir: “En estos momentos me
siento tan emocionado que no soy capaz de describirlo con palabras”
Absolutamente todos los sentimientos y emociones pueden ser
descritos con palabras, otra cosa es que no seamos capaces de hacerlo o,
simplemente, no poseamos la brillantez del poeta que crea aún más belleza
mediante la palabra.
No se trata de que nos convirtamos todos en poetas o en
divulgadores o en monologuistas. Se trata de que sintamos el deseo de enriquecer
nuestro lenguaje para hacernos cada vez más libres, para que podamos “vomitar”
lo que sentimos, para que usemos la palabra como herramienta humana para crear
belleza, para ayudar, para consolar, para acompañar, para desarrollar amor,
para defendernos, para entender, para empatizar, para comunicar, para
describir, para pensar, para imaginar, para crear, para compartir, para
seducir, para debatir, para dialogar, para comprender, para preguntar, para
crecer, para analizar, para sentir, para reír, para sanar, para el sexo, para
transformar, para progresar…
Es posible hacer todo eso sin riqueza lingüística pero cuanta
más posees, más y mejores posibilidades tienes.
Por supuesto hablamos siempre de la palabra cargada de
contenido y positividad y no de eso que viene en llamarse “la palabrería” o “las
palabras vacías” que únicamente rellenan huecos cerebrales. Por supuesto que,
mal usada, la palabra puede causar daño. Por supuesto que hay personas que la
usan para manipular, engañar o insultar. ¡Se trata de un poder! (el poder de la
palabra) y, como todo poder, requiere de responsabilidad, medida, límites y
madurez (si lo piensas, es exactamente lo mismo que se exige para la libertad),
sin embargo, se da la circunstancia de que, justamente las personas que menor
riqueza lingüística poseen son las que, habitualmente, más recurren al insulto
y la descalificación. La pobreza lingüística propicia la pérdida de control de
las emociones gracias a la impotencia, en forma de presión, que surge por no
poder expresar lo que se siente.
Somos nosotros mismos los únicos responsables del uso que
hacemos de la palabra, de nuestra palabra y de nuestra capacidad para decir, de
ahí el silencio de muchas personas, ahí es donde se sustentan y subyacen miedos
ocultos o, simplemente, la pobreza moral o de contenidos.
Por último, señalar que es importante, para el buen uso de
la palabra, acertar con el cómo, el cuándo, el dónde, el para qué o el para
quién. Se convierte en todo un arte el buen manejo del lenguaje. Un arte al que
solo es posible acceder mediante la práctica.
Concluyendo: La palabra y su buen uso es un poder, y es tan
necesaria como el silencio. Somos la única especie sobre la tierra que posee un
lenguaje complejo para expresar toda la complejidad intrínseca a lo humano. Se
trata de un arte, una habilidad, una virtud hacer un buen uso, tanto de la
palabra como de los silencios, siempre y cuando tanto una como los otros, sean
conscientes, decididos libremente y adecuados al contexto en tiempo y forma.
Fdo. Diego Bueno
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