Estoy completamente seguro de que cuando las personas ajenas
al mundo de la discapacidad piensan en ella, en un porcentaje altísimo, se
olvidan de un detalle de vital importancia. Seguramente muchas familias con
hijos o hijas con discapacidad en edades tempranas, tampoco reparan en el
detalle del que os voy a hablar.
Se trata del hecho de que cuando nuestros/as hijos/as llegan
a la adolescencia biológica (que no es, forzosamente, equivalente a la
adolescencia mental), por una cuestión obvia de diferencias de gustos e
intereses, dejan de tener contacto (en mayor o menor medida pero de forma
implacable siempre) con otros jóvenes sin discapacidad. Estos se relacionan
entre sí mientras que los adolescentes con discapacidad quedan apartados. Se
trata de algo lógico y entendible ya que los cambios propios de la adolescencia
se van produciendo a muy distintos ritmos y velocidades. A medida que los niños
y niñas crecen, las diferencias, entre quienes tienen o no tienen una
discapacidad, se acentúan. Ese hecho pasa a convertirse en un asunto no menor
ya que, precisamente, a esas edades, la socialización, la pertenencia a grupos
y el intercambio de experiencias entre iguales es fundamental para el
crecimiento y madurez personal de cada individuo, sin embargo, no se puede ni
se debe obligar a nadie a integrar a otros en grupos que se forman de manera espontánea,
principalmente, por confluencia de intereses, gustos e inquietudes. La
educación reglada debe hacer su labor de integración (de no exclusión) con
objeto, entre otras cosas, de que el mundo de la discapacidad no sea ajeno al
resto del alumnado pero otra cosa es lo que ocurre fuera de los centros
educativos.
Dado que es necesario que nuestro hijo o hija se relacione
con otras personas de similares intereses, la solución habitual (siempre que la
economía familiar lo permita) es apuntarlos/las a asociaciones de ocio
específicas para personas con discapacidad con objeto de proporcionarles esa
posibilidad indispensable para su crecimiento. El problema es que en esas
asociaciones, a las cuales todos alabamos por la labor que ejercen, nuestros
hijos e hijas se ven abocados a tener que compartir, convivir y relacionarse,
únicamente, con personas con discapacidad. No sé si ustedes lo han pensado
alguna vez pero imagínense que hacen un viaje de vacaciones de una semana junto
a un grupo de personas con discapacidad intelectual. Les aseguro que van a
tener que vivir situaciones de todo tipo. Debemos pensar que la discapacidad
intelectual va mucho más allá del idílico mundo retratado en la película “Campeones”,
por poner un ejemplo conocido, es decir, siendo una realidad lo que ahí se
presenta, no se presenta toda la realidad. Hay una realidad oculta que no por
ser desagradable es menor real. Me refiero a personas con discapacidad cuyo
nivel cognitivo les impide tener un mínimo control emocional y/o que suelen
padecer, de forma mucho más enfatizada, una mala educación por parte de la
familia. Hablo, concretamente, de problemas de conducta, de insultos, de
palabrotas, de acoso, de incoherencias, de obsesiones, de gritos desmedidos,
problemas para dormir, problemas para comer, problemas para conversar, manías,
problemas físicos, neurológicos, psicológicos etc. Si cualquiera de nosotros
pasara una semana de vacaciones con personas con discapacidad intelectual, les
aseguro que tras esa semana necesitarían un tiempo para descansar mentalmente.
Bien pues a eso es a lo que abocamos a nuestros hijos e
hijas con discapacidad, es decir, a verse en la obligación de pertenecer a
grupos en los que solo hay personas con discapacidades muy diferentes unas de
otras y con muy distintos niveles de afectación.
Escribo todo esto porque me doy cuenta de que no suele
abordarse este tema. Se trata de otro tabú más que se oculta y que entiendo que
tiene difícil solución.
Simplemente trato, con este escrito, de despertar la empatía,
la admiración, la concienciación y el entender que cuando estamos ante de una
persona con discapacidad intelectual, estamos ante alguien que debe convivir,
no solo con su propia discapacidad, sino con la de las personas con las que se
relaciona, con todo lo que ello supone de extra de tolerancia, de hartazgo a
veces, de frustración, de incomprensión y de soledad. Aun así, pelean cada día
por socializar y ser felices.
Fdo. Diego Bueno
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