Todos conocemos a alguien —en
nuestro entorno o quizás algún personaje famoso— que cree que nos fumigan desde
el cielo, que las vacunas son un plan de control mundial, que los medios de
comunicación nos adoctrinan o que la verdad de las noticias reside en YouTube,
TikTok, o en un foro digital. Aunque esto nos provoque risa o, quizás, rabia,
detrás de esas creencias hay un cóctel psicológico, social y cultural que
merece ser entendido.
No se trata de justificar, sino
de determinar qué lleva a tantas personas a enfrentarse a siglos de método
científico con la convicción de quien ha accedido a “la verdad” en un grupo de
Telegram o en un vídeo de YouTube donde un orador se parece, más bien, a esos
charlatanes de feria de toda la vida. La diferencia es que, a día de hoy, no
venden ungüentos, sino ideas, en muchos casos, descabelladas. Se trata de gente
que lanza afirmaciones rotundas, con una seguridad que seduce, apoyándose en
imágenes sacadas de contexto (cuando no, falsas) y obviando todo aquello que no
apoye su visión, por muy veraz que sea.
Lo primero que hay que decir es
que los conspiranoicos no nacen. Se hacen. La conversión suele ocurrir en
momentos de crisis, miedo o incertidumbre. Cuando el mundo se vuelve caótico,
la mente busca orden. ¿Y qué mejor que una historia con buenos, malos y un plan
secreto para explicarlo todo?
Suelen establecer una alianza
ideológica con partidos de extrema derecha, con los que tienen en común el
ofrecimiento de soluciones radicales, simples y rápidas a problemas complejos.
Necesitan tener control. Las teorías conspirativas dan una falsa sensación de
entender lo que pasa. Es más fácil creer que “todo está planeado” que aceptar
que el mundo es, a menudo, complejo, caótico e injusto.
Estos individuos desconfían de
autoridades, gobiernos, científicos y medios de comunicación; todos son
sospechosos. Si alguna vez se sintieron traicionados o ignorados por el
sistema, es más fácil pensar que todo lo oficial es una farsa.
Suelen sentirse superiores. Creer
que uno tiene “la verdad oculta” confiere poder. El “yo sé algo que tú no
sabes” les hace sentir especiales, únicos, “despiertos”, conectados y, por
supuesto, más inteligentes y con más personalidad que el resto.
El sesgo de confirmación es
brutal. Solo buscan información que refuerce lo que ya creen, descartando lo
demás como manipulación.
Es verdad que existe una
relación, en sus comportamientos, con la falta de educación, conocimiento y
cultura, pero no es tan simple como decir “son ignorantes”. Hay gente con
estudios que también cae en esto. Sin embargo, hay que reconocer que una personalidad
radical mezclada con la falta de estudios forma el tándem perfecto para que
germine la sensación de que el mundo está contra lo humano y que solo ellos,
cual “supermanes” del siglo XXI, pueden salvarlo.
Por supuesto que existen patrones
habituales como, por ejemplo, poseer una baja alfabetización científica. No
entienden cómo funciona el método científico. Confunden hipótesis con hechos, y
en muchos casos creen que la ciencia es una opinión más. Suelen tener déficits
en pensamiento crítico, aunque ellos crean justo lo contrario, ya que no saben
evaluar fuentes, distinguir evidencia de opinión ni detectar falacias.
Niegan hechos científicos porque
la ciencia y los medios tradicionales no les dan lo que buscan: certezas
absolutas, explicaciones sencillas y enemigos claros. Además, la ciencia
cambia, y eso les parece sospechoso; no entienden que revisar y corregir es
parte esencial del proceso científico.
El caldo de cultivo perfecto lo
encuentran en las redes sociales. La sobreinformación (y desinformación) les
hace dudar acerca de en quién confiar. Ahí refuerzan sus creencias y contactan
con comunidades que los validan.
El terraplanismo queda para los
más obnubilados, pero hay otros “clásicos” a los que esta gente se suele
suscribir: “El hombre no llegó a la luna”, “nos fumigan desde aviones”,
“vacunas con microchips”, “el 5G causa cáncer y controla la mente”, o el pasaporte
COVID como forma de control social.
Respecto a las vacunas, hay toda
una gama de barbaridades que dicen los antivacunas con total convencimiento, lo
que hace que mucha gente, al escucharlas “de refilón”, adopte la peligrosa
postura del miedo: el famoso “por si acaso”. Sus argumentos son variados: que
provocan autismo, que tienen efectos secundarios a largo plazo, que ya no son
necesarias ante enfermedades erradicadas, que la propia vacuna provoca la
enfermedad, que la inmunidad natural es mejor, que contienen ingredientes
tóxicos o que son una forma de control.
Es crucial señalar que la inmensa
mayoría de la evidencia científica y médica global refuta estos puntos,
afirmando que las vacunas son seguras, efectivas y una de las intervenciones de
salud pública que más vidas ha salvado en la historia.
Otra mención especial es la del
cambio climático. Hace unos años, el número de negacionistas era enorme. Los
hechos, las evidencias científicas y la presión social hacen que poco a poco
estos “sabiondos/desconfiados/imprudentes” vayan entendiendo el problema para,
al menos, no entorpecer la buena labor de la gente concienciada.
Este fenómeno es aplicable a
muchos temas en boga por culpa de una ultraderecha que, a base de bulos y
consignas burdas, fomenta el negacionismo y el miedo. Negacionismo, por
ejemplo, del machismo y en contra del feminismo; o el miedo a los “okupas” o a los
inmigrantes como problemas generalizados. Si se les ofrecen datos estadísticos,
los niegan diciendo que están manipulados, sin ofrecer ellos más que mensajes
facilones para mentes simples. Ahí es donde triunfan, y siempre ha sido así.
Respecto al negacionismo y a los
conspiranoicos, no se trata de burlarse ni de ignorarlos. Se trata de entender
que detrás de cada una de esas personas hay una historia de miedo, desconfianza
y necesidad de pertenencia. Como señala el filósofo y científico social Karl
Popper en su concepto de la “sociedad abierta”, la desconfianza hacia las
instituciones y la búsqueda de una verdad absoluta y simple son un refugio ante
la complejidad y la incertidumbre de la vida democrática.
Eso sí, también hay
responsabilidad. No podemos permitir que la ignorancia disfrazada de rebeldía
se convierta en norma.
La ciencia no es perfecta, pero
es lo mejor que tenemos para entender el mundo. Y si queremos que más gente la
respete, hay que educar, comunicar mejor y, sí, también confrontar cuando toca.
Fdo. Diego Bueno
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